En la tienda había una pecera muy grande, llena de tortugas. Había tortugas de todos los tamaños y colores que te puedas imaginar. La dependienta sacó de la pecera un bultito minúsculo y nos lo dió. El bultito era una mini-tortuga de pocos días, que asomaba la cabeza tímidamente por una rendija del caparazón. Era preciosa.
La llamé Dakota.
Dakota vivía como una reina. Le compramos su propia pecera, con palmera incluída. Todos los días, yo le daba unos camarones especiales de primera calidad.
Además le bañaba todos los días en el fregadero de la cocina.
Aún así, Dakota era una inconformista. Se escapaba de su pecera en cuanto podía, no comía casi camarones, prefería mordisquearme el dedo, y no le gustaba nada bañarse, se revolvía y me mordía más.
Pero a pesar de nuestras diferencias, Dakota y yo llegamos a hacernos grandes amigas.
Un día, al volver del colegio, cogí a Dakota y me la llevé al fregadero. Allí le dí su baño habitual, pero por una serie de malos entendidos, la lavé con fairy.
Aquella tarde noté a Dakota un poco más apagada. Por la noche ni se movía. Mi padre, tras examinarla detenidamente, me dijo que Dakota había muerto.
Lloré bastante, y no volví a comer pescado en un mes.
Aún me sigo acordando de mi tortuga. Espero que durante el poquito tiempo que vivió conmigo, fuera feliz.
Ahora he decidido adoptar un mono. Se llama Cucumber y come plátanos. Dadle uno de vez en cuando, porque con lo despistada que soy, siempre se me olvida. No es tan especial como Dakota, pero supongo que después de un tiempo nos iremos conociendo...